La memoria colectiva es una gran cinceladora de ídolos deportivos. Especialmente de aquellos de cuyas supuestas hazañas no hay más testigo que la tradición oral. Como si el realismo mágico se adueñara del ambiente, las historias del deportista en cuestión viajan en un boca a oreja constante que va añadiendo detalles a las anécdotas. Jugadas inverosímiles, goles de ensueño o frases para la historia se incorporan a una biografía que, en muchas ocasiones, tiene más que ver con los anhelos de quienes la comparten que con la realidad. Así, cada pueblo, por pequeño que sea, comparte con orgullo el relato de un futbolista que era mejor que Maradona, Pelé o Messi -incluso, a veces, que los tres juntos- pero que, o bien porque las circunstancias no lo acompañaron, o sencillamente porque no le dio la gana, desarrolló toda su carrera en el ámbito doméstico. Poca gente lo vio jugar. Tal vez por eso aquel tipo regateaba como nadie, marcaba goles con una facilidad asombrosa y era, también, una persona excepcional.
