Ganar está muy bien, pero hay algo todavía mejor: remontar. Es como que te lave el pelo Robert Redford en África y al volver a casa te esté esperando a mesa puesta Paul Newman con un buen solomillo, nada de hamburguesa. Todos los guionistas del mundo lo saben: se disfruta más después de sufrir. Gran parte de las tramas en el cine, especialmente en las películas de amor, se levantan sobre esa premisa: antes de que los amantes sean felices y coman perdices, se lo ponen todo bastante cuesta arriba. Les marcan un gol nada más arrancar el partido ―él/ la protagonista tiene una pareja previa a la que odiamos inmediatamente―; les pitan un penalti en contra ―un malentendido los separa―; no les pitan otro a favor ―más malentendidos―; y expulsan a un jugador ―estalla la guerra y a uno de los dos lo mandan al frente―. Pero en el minuto 84, zas, empate ―se produce un reencuentro casual― y en el 85, gol de Rondón, por ejemplo ―la pareja preexistente es historia, todo se aclara y el soldado regresa a su hogar―; Tras unos eternos minutos de añadido ―últimas dosis de suspense―, el árbitro dice que se acabó ―por fin, beso apasionado mientras aparecen en pantalla las palabras The end y nos acribillan con violines para que sepamos que ya podemos llorar de emoción, claro―.
